MÓDULO 8. POESÍA FONÉTICA Y ACCIÓN

EXPLORACIONES FONÉTICAS

Durante estos días he estado sumergida en un proceso de juego y experimentación con la voz. En cierto modo ha sido como volver a la infancia y jugar con as palabras y su sonoridad, de hecho me recuerda al protolenguaje de los niños pequeños.

En este módulo he trabajado a partir de las propuestas planteadas,, moviéndome entre la poesía fonética, la improvisación vocal y la acción performativa. El punto de partida ha sido la curiosidad por lo que sucede cuando despojamos a la palabra de su función comunicativa y nos quedamos únicamente con su materia sonora. Esa “otra voz”, que no informa ni explica, pero que pulsa, respira, se quiebra, se dispara.

Empecé por recopilar veinte palabras que me gustan por cómo suenan: musgo, cristal, risa, trueno, llama, pez, hielo, tambor, eco, sombra, nube, clavo, zócalo, solapa, bufón, menta, chicle, graznar, burbuja, piel. Me interesaba crear una secuencia de máximos contrastes, así que fui ordenándolas para que chocaran entre sí en ritmo, textura o timbre. La lectura en voz alta (variando intenciones, volúmenes, respiraciones) convirtió la lista en una especie de partitura intuitiva, donde cada palabra era un gesto. Algunas se alargaban hasta deshacerse, otras aparecían como latigazos. Ya no eran significantes: eran cuerpo.

Después decidí trabajar con sílabas sueltas. Seleccioné diez al azar (lu, tra, so, be, pi, ma, za, chi, do, ne) y comencé a combinarlas libremente, como si fuera un collage oral. Nacieron palabras como lutra, sobe, pima, nechi, trane, chiza… y con ellas, construí una pequeña pieza:

Trane chiza, dolo solu, bepido,

Nachi lupi, dozana, chomapi.

Sunetra canta, bepichi se esconde,

Neproza tiembla, domabe respira.

Este poema fonético recuerda a los mantras que llevan al trance y  al leerlo con distintas entonaciones, notaba cómo el cuerpo se dejaba arrastrar por los sonidos, cómo se convertía en una danza involuntaria de la boca y del aliento. No había mensaje, pero sí había un ritmo interno.

Yendo un paso más allá y explorar el fonema como unidad mínima de sentido sonoro. Seleccioné diez fonemas (/s/, /p/, /k/, /l/, /r/, /t/, /u/, /e/, /o/, /i/) y comencé a improvisar con ellos, jugando con intensidades, duraciones y alturas. Lo que surgió fue casi una pieza musical, una especie de mantra descompuesto que me recordaba a ciertos cantos rituales. La repetición funcionaba como vehículo para entrar en otro estado, donde el habla se vacía de semántica y se llena de presencia.

En mitad de estas exploraciones inventé una palabra: “Glintaruk”. No tiene sentido en ningún idioma que yo conozca, pero se dejó querer rápidamente. La repetí una y otra vez, como si fuera una palabra mágica o una contraseña. Probé a decirla enfadada, riendo, con miedo, como pregunta, como susurro. Me sorprendió lo mucho que podía variar la carga emocional de una sola palabra inexistente. “Glintaruk” se volvió un espejo de estados internos.

Con todo este material quise probar una dinámica dialógica. Propuse una especie de discusión performativa con otra persona (mi pareja)a partir del poema inventado. Cada una lo interpretaba con una intención distinta: yo como si fuera una arenga poética, ella con un tono completamente plano, mecánico. A medida que avanzábamos, surgía una tensión absurda y creciente que desembocaba en gritos y finalmente en un intento de conciliación. La situación era absurda, sí, pero reveladora: estábamos dramatizando sin contenido, únicamente a partir del tono.

Por último, tomé una noticia de un periódico y la leí como si estuviera narrando el tráiler de una serie de Netflix: épico, emocional, con un ritmo rápido y tono seductor. El resultado fue tan desconcertante como efectivo. El desajuste entre forma y contenido generaba incomodidad y risa a partes iguales. Me recordó a cómo en el mundo audiovisual se estetiza el dolor, el trauma, la muerte, para hacerlo digerible o vendible.

Como referencias de fondo, me acompañaron durante todo el proceso artistas como Jaap Blonk, cuya versión del Ursonate de Kurt Schwitters me parece un punto de no retorno para quienes trabajamos con la voz. También Laurie Anderson, que me sigue enseñando que la tecnología puede convivir con lo poético, y que la voz procesada no pierde humanidad, sino que se transforma en otra cosa. Y por supuesto, la escucha atenta a las propuestas de Carlos Suárez y Edu Comelles, que en otros módulos me ayudaron a afinar la oreja y pensar en el sonido como material vivo.

Me quedo con ganas de seguir explorando este terreno, tal vez en forma de instalación sonora, de partitura escénica, o incluso de objetos que respondan a la voz. Lo que me interesa ya no es tanto hablar, sino hacer vibrar.

Un saludo y os leo