
A continuación os dejo un podcast explicando «La Casa Late»
Del mismo modo, os comparto un vídeo de mi instalación sonora.
Y por último, mi dossier
Espero que lo disfrutéis tanto como yo haciéndolo.
Nos oímos.
A continuación os dejo un podcast explicando «La Casa Late»
Del mismo modo, os comparto un vídeo de mi instalación sonora.
Y por último, mi dossier
Espero que lo disfrutéis tanto como yo haciéndolo.
Nos oímos.
Comparto por aquí mi propuesta (pre-entrega) final para el Taller de Arte Sonoro. Es una instalación muy sencilla, casi íntima, que parte de mi casa como espacio vivo, y de la escucha de lo cotidiano: los ruidos suaves, los gestos repetidos, los silencios entre cosas.
Me di cuenta de que siempre intentamos conservar imágenes de los grandes momentos (viajes, celebraciones, logros) pero muchas veces olvidamos esos sonidos mínimos que acaban definiendo nuestra forma de estar en el mundo. En mi caso, la presencia de mi hija pequeña marca el ritmo de todo lo que suena. Su risa, sus pasos, sus silencios también.
La casa late no pretende documentar nada, ni ser espectacular. Solo quiere invitar a escuchar con otros oídos, con más atención y menos prisa.
Os dejo aquí el PDF con toda la propuesta, montaje, referencias y detalles.
Gracias por leer, (y por escuchar).
Durante estos días he estado sumergida en un proceso de juego y experimentación con la voz. En cierto modo ha sido como volver a la infancia y jugar con as palabras y su sonoridad, de hecho me recuerda al protolenguaje de los niños pequeños.
En este módulo he trabajado a partir de las propuestas planteadas,, moviéndome entre la poesía fonética, la improvisación vocal y la acción performativa. El punto de partida ha sido la curiosidad por lo que sucede cuando despojamos a la palabra de su función comunicativa y nos quedamos únicamente con su materia sonora. Esa “otra voz”, que no informa ni explica, pero que pulsa, respira, se quiebra, se dispara.
Empecé por recopilar veinte palabras que me gustan por cómo suenan: musgo, cristal, risa, trueno, llama, pez, hielo, tambor, eco, sombra, nube, clavo, zócalo, solapa, bufón, menta, chicle, graznar, burbuja, piel. Me interesaba crear una secuencia de máximos contrastes, así que fui ordenándolas para que chocaran entre sí en ritmo, textura o timbre. La lectura en voz alta (variando intenciones, volúmenes, respiraciones) convirtió la lista en una especie de partitura intuitiva, donde cada palabra era un gesto. Algunas se alargaban hasta deshacerse, otras aparecían como latigazos. Ya no eran significantes: eran cuerpo.
Después decidí trabajar con sílabas sueltas. Seleccioné diez al azar (lu, tra, so, be, pi, ma, za, chi, do, ne) y comencé a combinarlas libremente, como si fuera un collage oral. Nacieron palabras como lutra, sobe, pima, nechi, trane, chiza… y con ellas, construí una pequeña pieza:
Trane chiza, dolo solu, bepido,
Nachi lupi, dozana, chomapi.
Sunetra canta, bepichi se esconde,
Neproza tiembla, domabe respira.
Este poema fonético recuerda a los mantras que llevan al trance y al leerlo con distintas entonaciones, notaba cómo el cuerpo se dejaba arrastrar por los sonidos, cómo se convertía en una danza involuntaria de la boca y del aliento. No había mensaje, pero sí había un ritmo interno.
Yendo un paso más allá y explorar el fonema como unidad mínima de sentido sonoro. Seleccioné diez fonemas (/s/, /p/, /k/, /l/, /r/, /t/, /u/, /e/, /o/, /i/) y comencé a improvisar con ellos, jugando con intensidades, duraciones y alturas. Lo que surgió fue casi una pieza musical, una especie de mantra descompuesto que me recordaba a ciertos cantos rituales. La repetición funcionaba como vehículo para entrar en otro estado, donde el habla se vacía de semántica y se llena de presencia.
En mitad de estas exploraciones inventé una palabra: “Glintaruk”. No tiene sentido en ningún idioma que yo conozca, pero se dejó querer rápidamente. La repetí una y otra vez, como si fuera una palabra mágica o una contraseña. Probé a decirla enfadada, riendo, con miedo, como pregunta, como susurro. Me sorprendió lo mucho que podía variar la carga emocional de una sola palabra inexistente. “Glintaruk” se volvió un espejo de estados internos.
Con todo este material quise probar una dinámica dialógica. Propuse una especie de discusión performativa con otra persona (mi pareja)a partir del poema inventado. Cada una lo interpretaba con una intención distinta: yo como si fuera una arenga poética, ella con un tono completamente plano, mecánico. A medida que avanzábamos, surgía una tensión absurda y creciente que desembocaba en gritos y finalmente en un intento de conciliación. La situación era absurda, sí, pero reveladora: estábamos dramatizando sin contenido, únicamente a partir del tono.
Por último, tomé una noticia de un periódico y la leí como si estuviera narrando el tráiler de una serie de Netflix: épico, emocional, con un ritmo rápido y tono seductor. El resultado fue tan desconcertante como efectivo. El desajuste entre forma y contenido generaba incomodidad y risa a partes iguales. Me recordó a cómo en el mundo audiovisual se estetiza el dolor, el trauma, la muerte, para hacerlo digerible o vendible.
Como referencias de fondo, me acompañaron durante todo el proceso artistas como Jaap Blonk, cuya versión del Ursonate de Kurt Schwitters me parece un punto de no retorno para quienes trabajamos con la voz. También Laurie Anderson, que me sigue enseñando que la tecnología puede convivir con lo poético, y que la voz procesada no pierde humanidad, sino que se transforma en otra cosa. Y por supuesto, la escucha atenta a las propuestas de Carlos Suárez y Edu Comelles, que en otros módulos me ayudaron a afinar la oreja y pensar en el sonido como material vivo.
Me quedo con ganas de seguir explorando este terreno, tal vez en forma de instalación sonora, de partitura escénica, o incluso de objetos que respondan a la voz. Lo que me interesa ya no es tanto hablar, sino hacer vibrar.
Un saludo y os leo
En este módulo se nos plantean dos actividades. Paso a desarrollar la primera de ellas y que consiste en una experimentación musical que podríamos denominar COTIDIANEIDAD Y DEVOCIÓN.
En esta pieza sonora se pretende explorar la fricción entre dos mundos que, aunque coexisten, rara vez se encuentran: el de lo devocional y el de lo cotidiano. Lo sagrado y lo banal. Lo íntimo y lo automatizado. El punto de partida fue una grabación de saeta tradicional, ese canto desgarrado que forma parte de las procesiones.
Sobre esa voz coloqué sonidos del presente más inmediato: paisajes urbanos, pitidos de metro, ruidos digitales, fragmentos impersonalísimos que nos rodean a diario. Sonidos que normalmente ignoramos pero que, al sacarlos de contexto, revelan algo incómodo. Me interesaba precisamente ese contraste: cómo el canto ritual lucha por hacerse oír en medio del murmullo constante del consumo, la prisa, la notificación. Quería que el oyente se sintiera interpelado, quizá incluso molesto.
Técnicamente, hice el montaje en Audacity, un entorno que me permite trabajar de forma directa e intuitiva. Empecé importando los audios: la saeta descargada desde Internet Archive y los sonidos urbanos desde Pixabay, todos libres de derechos. Para transformar el ambiente del metro en una base más atmosférica, apliqué el efecto Paulstretch con un factor de estiramiento de 10 y resolución temporal de 0.1 segundos. El resultado fue una especie de drone urbano, continuo y denso, que actúa como fondo y contexto al mismo tiempo.
La saeta, por su parte, la segmenté en fragmentos, dupliqué algunos tramos y apliqué efectos como eco, reverberación y amplificación, buscando que se expandiera en el espacio sonoro. En ciertas partes invertí el audio para generar extrañamiento, como si la voz se deshiciera, como si tratara de volver al cuerpo del que salió. Además, trabajé la panorámica estéreo de forma que los sonidos se movieran y respiraran: la voz a veces aparece centrada, otras se esconde a un lado, otras queda eclipsada por el ruido.
El resultado es una pieza que no pretende ser armónica ni cómoda. Es, más bien, una especie de ensayo sonoro: una pregunta lanzada al espacio auditivo. ¿Qué escuchamos cuando dejamos de oír lo de siempre? ¿Qué lugar ocupan los sonidos rituales en este presente interrumpido? ¿Qué queda de lo colectivo, de lo afectivo, entre el zumbido de las máquinas?
Al final, más que una obra cerrada, esta experiencia ha sido un ejercicio de escucha crítica. Me ha permitido mirar el sonido como material.
Os lo dejo aquí a ver qué os parce:
Como segunda actividad, paso a reflexionar sobre el material propuesto.
A veces basta detenerse a escuchar con otros oídos para que lo cotidiano adquiera una dimensión inesperada. Eso es lo que me ha pasado al sumergirme en la selección de programas del archivo Vía Límite, propuesta por Edu Comelles. Lejos de ser una simple serie radiofónica, cada uno de estos episodios funciona como una puerta abierta a nuevas formas de entender el sonido, la música y la escucha.
Empecé por el capítulo «Paisajes sonoros I», y fue como salir a caminar sin moverme del sitio. Me impresionó cómo, al grabar un entorno, no solo se capta su atmósfera, sino también su historia, su ritmo, su pulso. Me hizo pensar en la ciudad como una partitura viva, siempre cambiante, donde cada gesto humano, cada sonido ambiental, tiene valor narrativo. A partir de ahí, en mi práctica sonora comencé a fijarme más en cómo suena mi entorno incluso cuando no estoy grabando nada.
Luego escuché «El objeto sonoro», centrado en la figura de Pierre Schaeffer, y me abrió un camino conceptual muy potente. La idea de escuchar un sonido “por sí mismo”, más allá de su fuente o significado, me hizo cuestionar cómo suelo abordar el material sonoro. Muchas veces parto de lo que ese sonido «representa» o «provoca», pero este episodio me animó a tratarlo como materia pura, moldeable, casi como si fuera arcilla. Esta reflexión ha influido directamente en la forma en la que edité mi remix: cortando, estirando, duplicando sonidos sin importar tanto de dónde venían, sino cómo funcionaban en el conjunto.
Uno de los programas que más me conmovió fue «Drone, un profundo rumor». Siempre había asociado el drone a una cierta monotonía, pero aquí descubrí su dimensión meditativa, incluso espiritual. Esa constancia sonora que parece no decir nada, en realidad lo sostiene todo. Decidí incorporarlo en mi pieza como fondo estable —una especie de «tierra sonora»— sobre la que se construyen los contrastes. Me gusta pensar que ese zumbido continuo también representa el tiempo, el que pasa mientras escuchamos y el que se transforma cuando dejamos de hacerlo.
Otro episodio que me hizo parar y tomar nota fue «La electrónica y lo emocional». A menudo, las músicas electrónicas experimentales se perciben como frías o distantes, pero aquí se mostraba lo contrario: cómo la manipulación sonora puede tocar fibras íntimas, desencadenar emociones, despertar recuerdos. Me sentí identificada con ese enfoque, porque muchas veces en mi trabajo combino elementos conceptuales con algo muy visceral, casi confesional. Y sí, se puede ser experimental sin dejar de ser emocional.
Por último, la “Antología del ruido” me pareció una joya. No solo por el recorrido histórico que traza desde el futurismo hasta el noise contemporáneo, sino por el planteamiento estético y político que subyace. El ruido, ese «invitado incómodo» del sonido, se convierte en una herramienta para romper con lo establecido, para incomodar, para decir lo que la música “bonita” no se atreve. Eso me resonó profundamente, porque en mi remix también he jugado con sonidos molestos, estridentes, superpuestos a cantos religiosos, para generar fricción, tensión… y provocar una escucha activa.
Como podemos ver (y escuchar) estos programas no solo han sido inspiradores desde el punto de vista técnico o histórico, sino que ayudan a afinar nuestra sensibilidad, y sobre todo, a entender que el arte sonoro no va de agradar, sino de provocar, sugerir, agitar.
Un saludo y nos leemos.
En este tramo del Módulo 6 me he centrado en explorar uno de los aspectos que más me llamaban la atención: la armonía en el arte sonoro. Carlos Suárez propone abordarla no desde la perspectiva clásica de la música tonal, sino como una construcción que surge de la superposición de planos sonoros, algo que resuena mucho con mi manera de escuchar (y también de ver).
Me he propuesto investigar cómo suena la armonía cuando los “instrumentos” son fragmentos de ciudad: un motor que pasa, un músico callejero perdido entre el murmullo de turistas, las resonancias de un canal en Venecia. Son sonidos que ya contienen capas de información, pero al colocarlos en paralelo, sin jerarquías, empiezan a construir algo nuevo. No hay una melodía que guíe la escucha, ni una base rítmica constante. Pero hay una sensación de conjunto, de masa, de algo que vibra entre el caos y la forma.
He descargado de bancos de sonido los audios e importado las pistas a Audacity y trabajé directamente en el montaje: ajusté volúmenes, apliqué silencios parciales y me aseguré de que las entradas no fueran simultáneas. No quería que sonaran a collage o a mezcla sin más. Buscaba esa tensión armónica que aparece cuando los sonidos “no encajan” del todo, pero se mantienen juntos. Como en la ciudad, donde todo convive, a veces en armonía, otras en fricción.
Lo interesante es que, al escucharlo, el oído intenta buscar sentido. Y esa búsqueda genera una experiencia que es casi emocional. No hay melodía, pero sí una especie de acorde extendido, disonante, atmosférico, hecho de materia real, con memoria.
Aquí comparto el resultado final, que considero el cierre de esta serie de pruebas:
Y para quienes seáis más visuales, así se ve la estructura del proyecto en Audacity:
Este ejercicio me ha ayudado a cambiar la forma en que pienso la armonía: ya no como un conjunto de reglas, sino como una sensación construida desde la escucha, donde el oído, el espacio y el tiempo están en juego constantemente. He empezado a ver (y a oír) que los sonidos más simples, cuando se relacionan con otros, pueden generar algo complejo, vibrante y vivo.
Creo que esta forma de componer (a través del montaje de bloques, de densidades, de choques tímbricos( tiene un potencial enorme, sobre todo si seguimos investigando desde lo cotidiano, desde el entorno, desde lo que normalmente pasamos por alto. Porque quizás ahí, en ese ruido que antes parecía fondo, haya más armonía de la que pensábamos.
Un saludo y nos leemos
Buenos días, clase.
Una vez realizada la entrega, os comparto en mi Folio el Dossier donde explico mi galería de sonidos, que igualmente os paso a enlazar.
En este módulo nos adentramos en un terreno que, aunque me resulta cercano por mi interés en lo digital, me sigue pareciendo inagotable y misterioso: la síntesis de sonido. A partir del texto de Lina Bautista y la guía práctica de Felipe Luis Navarro, he estado explorando varias herramientas online que permiten generar, manipular y experimentar con sonoridades que no existen previamente, que no tienen una fuente física reconocible, pero que evocan mundos enteros.
He trabajado con un conjunto de sintetizadores y recursos web muy intuitivos, casi lúdicos, que permiten experimentar desde el primer segundo. Aunque lo ideal sería explorar todas las posibilidades, me he centrado en cinco herramientas clave:
Después de “trastear” con estas herramientas, lo que más me ha impactado es cómo el sonido sintético trasciende la idea tradicional de instrumento. No se trata de imitar un piano o una flauta, sino de crear materiales sonoros nuevos, que pueden ser táctiles, emocionales o atmosféricos.
Estos sonidos me invitan a pensar en narrativas abstractas: la vibración de una onda cuadrada puede ser tan expresiva como un gesto pictórico; una nube granular puede evocar un recuerdo o un paisaje mental. Hay algo profundamente visual en esta forma de crear sonido, que conecta con mi forma de trabajar la imagen.
También hay una dimensión muy corporal: el movimiento del cursor, la modulación en tiempo real, los gestos que transforman el timbre… todo esto convierte al cuerpo en parte del instrumento. Me interesa especialmente esta intersección entre lo corporal, lo sonoro y lo performativo.
A raíz de esta experiencia, me he quedado con ganas de experimentar con:
Explorar estas herramientas ha sido como abrir una puerta hacia una forma de pensar el sonido como materia viva, plástica, moldeable. Lo sintético no es lo artificial, sino lo inventado. Me quedo con una sensación de libertad, y con muchas ganas de seguir investigando.
Fechas de grabación: 29 y 30 de marzo de 2025
Duración total del archivo: 1 min 25 seg
Durante dos días decidí salir a grabar sin rumbo fijo, solo con el móvil y la intención de escuchar con más atención. Grabé sonidos naturales, urbanos, íntimos y abstractos. Algunos los busqué conscientemente. Otros me sorprendieron por azar. Así fue naciendo esta pequeña librería sonora: una mezcla de ambientes y situaciones que, unidas, dibujan una especie de mapa emocional y sonoro del momento que estoy viviendo.
Durante la grabación, los primeros sonidos que capturé fueron los del entorno natural: aves cantando, el viento suave entre las ramas y algunos pasos sobre tierra seca. Esa combinación generó una sensación inmediata de paz, como si el mundo se ralentizara solo por estar escuchando. Me recordó a esos paseos sin prisa en los que una se detiene a observar sin necesidad de hacer nada más. Los cantos de las aves, tan variados entre sí, parecían casi una conversación en un idioma que no entiendo, pero que me resulta familiar.
Más adelante, en otro momento del día, se colaron los sonidos del paisaje urbano: coches que pasaban de forma intermitente, pasos más firmes sobre acera, alguna voz lejana que se perdía en el aire. Aunque eran sonidos sutiles, transmitían la presencia constante de la ciudad, ese fondo sonoro que rara vez atendemos y que, sin embargo, configura gran parte de nuestra experiencia diaria. Incluso en momentos de aparente silencio, la ciudad nunca calla del todo.
En otro fragmento del recorrido, el protagonista fue el viento, suave, casi imperceptible, pero envolvente. No había lluvia ni tormenta, solo una atmósfera de quietud que me ayudó a centrar la escucha. Ese tipo de clima sonoro estable, sin sobresaltos, tiene algo de terapéutico: como si ampliara el espacio mental disponible.
También registré voces cercanas que, aunque no podía entender con claridad, transmitían una fuerte sensación de intimidad. Tal vez se trataba de una conversación entre familiares o amigas. Me sentí testigo de algo cotidiano pero lleno de significado. A veces, el tono, el ritmo o la cadencia de una voz dicen más que las palabras mismas. Esas voces anónimas despertaron en mí imágenes muy personales, como si cada oyente pudiera completar la escena con sus propios recuerdos.
Por último, aparecieron sonidos más abstractos: pequeños roces, objetos manipulados, golpes leves que no siempre podía identificar. Eran sonidos casi físicos, que parecían provenir de muy cerca. Algunos resultaban desconcertantes por su ambigüedad, pero también muy sugerentes. Grabar sin ver la fuente de lo que suena nos obliga a imaginar, a completar lo que no se muestra. Es ahí donde la escucha se vuelve un acto creativo.
A continuación, comparto una representación gráfica de los fragmentos de sonido según su naturaleza y ubicación en la línea de tiempo del audio:
Lo que más me ha sorprendido de esta experiencia no ha sido lo que he grabado, sino cómo ha cambiado mi forma de escuchar. La grabadora se convirtió en una excusa para estar presente, para notar detalles que suelen pasar desapercibidos.
También he empezado a notar que ciertos sonidos me resultan evocadores, incluso aunque no pueda explicar por qué. Me interesa seguir explorando esa dimensión más emocional y subjetiva del sonido. Me gustaría trabajar próximamente con microfonía de contacto, grabaciones subacuáticas o electromagnéticas: todo aquello que normalmente no se oye, pero existe.
¿A vosotrxs qué os evoca este archivo? ¿Qué fragmento os resulta más sugerente?¿Qué caminos de escucha estáis explorando vosotras y vosotros?
Un saludo
Para esta práctica decidí trabajar con un objeto cotidiano que tengo siempre a mano: mi taza térmica Stanley Quencher. Aunque a simple vista no parezca un instrumento, me sorprendió descubrir su potencial como objeto sonoro cuando empecé a activarlo con distintas técnicas y a observar cómo respondía físicamente a la vibración.
Lo primero que hice fue identificar las partes del vaso que podían funcionar como osciladores. El cuerpo principal, al ser metálico y tener una estructura cilíndrica de doble pared, actúa como una especie de campana hueca. Al golpearlo suavemente con los nudillos, genera un sonido bastante claro, con resonancia metálica. También probé a percutir la tapa de plástico y, aunque no tiene tanto cuerpo, responde como una membrana flexible. La pajita y el borde metálico, por su parte, producen sonidos más secos y breves, con tintes agudos.
A partir de ahí empecé a experimentar con distintas formas de activación. Una de las más interesantes fue frotar el borde superior con el dedo ligeramente humedecido, como se hace con las copas de cristal para hacerlas “cantar”. También lo golpeé con una baqueta casera (hecha con un palito) y noté cómo cambiaba el carácter del golpe. Incluso al tamborilear la tapa o la pajita se producían microsonidos distintos, casi como pequeños clics o crujidos. Añadir un poco de agua al interior cambió por completo la respuesta, aportando una resonancia más profunda, casi líquida.
En cuanto a la difusión del sonido, me llamó la atención que, por su estructura de doble pared, gran parte de la vibración se queda contenida. Sin embargo, al apoyar el vaso sobre una superficie como la mesa, noté cómo esta ayudaba a amplificar ciertas frecuencias. Es curioso cómo el material de la superficie (madera, metal, tela…) también altera el resultado.
Al explorar la articulación de las gamas, vi que la cantidad de agua influye directamente en las frecuencias que se generan. A más agua, más grave y apagado se volvía el sonido. También probé a sujetar el vaso por distintas zonas con la mano para ver cómo se bloqueaban o liberaban ciertas vibraciones, y eso modificaba mucho el timbre, como si jugara con los nodos y antinodos.
Por último, aunque no hay resonadores añadidos evidentes, sí observé que el hueco interior actúa como cámara de resonancia cuando el vaso está medio lleno. Este efecto se acentúa si se apoya sobre una superficie resonante. El sonido cambia completamente dependiendo del apoyo y de si el objeto está suspendido o no.
Para ir más allá de la escucha y acercarme a la morfología del sonido, quise visualizar su espectro. Nunca había hecho esto antes, así que fui explorando distintas herramientas que lo hacen posible.
Para ver el espectrograma, pasé el audio a Audacity. Me sorprendió ver cómo el sonido se transforma en una imagen: en el eje horizontal aparece el tiempo, en el vertical la frecuencia (los “graves” abajo y los “agudos” arriba), y el color indica la intensidad (más claro = más fuerte). Esta herramienta es perfecta para captar rápidamente la riqueza tímbrica de un sonido y ver detalles que al oído pueden pasar desapercibidos.
Vaso vacío
Vaso lleno
Os adjunto un vídeo del comportamiento de los sonidos del vaso al golpearlo vacío y lleno de agua. Cada situación genera una respuesta acústica diferente: más seca, más resonante, más “líquida”… y verlo representado visualmente me ayudó a entender mejor la relación entre el material, la forma y el sonido.
¿Recomiendo hacer esta práctica? Absolutamente. Ver el sonido abre una dimensión nueva en nuestra percepción: te obliga a detenerte, a observar lo invisible, y sobre todo, a escuchar de otra manera. Es una forma de análisis muy poderosa para quienes estamos aprendiendo a pensar el sonido desde el cuerpo y la práctica.
En resumen, esta exploración me hizo redescubrir un objeto cotidiano desde otra perspectiva. Algo tan simple como una taza térmica puede convertirse en un instrumento si le prestamos atención y nos animamos a explorar su sonoridad. Me quedo con la sensación de que, cuando abrimos los oídos y nos damos permiso para jugar, el sonido nos ofrece dimensiones nuevas incluso en lo más cotidiano.